Doctrina y Fé
DECLARACIÓN DE DOCTRINA
QUE DEBEN SUSCRIBIR TODOS LOS MINISTROS DE LA IGLESIA ESPAÑOLA REFORMADA EPISCOPAL, ADOPTADA EN EL SÍNODO DE 1883.
Esta "Declaración de Doctrina" es esencialmente idéntica a la de los 39 artículos, con las siguientes excepciones:
- En el artículo
6, no se hizo mención de los libros apócrifos.
- Los artículos
16 y 17 se reúnen, no hay artículo 17.
- Artículo 35
("De las Homilías ') se omite, y siguientes renumerado.
- Artículo 36 y
37 ('De la Consagración de los Obispos y Ministros ", y" De los
Magistrados Civiles ") se han refundido en vista de la situación
particular de esta Iglesia (y aparecer como el artículo 35 y 36).
I. — De la fe
en la Trinidad Sacrosanta.
Hay un solo Dios vivo y verdadero, eterno, incorpóreo, Indivisible, impasible,
de inmenso poder, sabiduría y bondad; creador y conservador de todas las cosas
así visibles como invisibles. Y en la Unidad de esta Naturaleza Divina hay Tres
Personas de una misma esencia, poder y eternidad: el Padre, y el Hijo, y el
Espíritu santo.
II. — Del Verbo
de Dios que se hizo verdadero Hombre.
El Hijo, que es el Verbo del Padre, engendrado del Padre desde la eternidad,
verdadero y eterno Dios, y consubstancial al Padre, asumió la naturaleza humana
en el seno de la bienaventurada Virgen, de su substancia: de modo que las
dos naturalezas, divina y humana, entera y perfectamente fueron unidas, para no
ser jamás separadas, en una Persona; de lo cual resultó un solo Cristo,
verdadero Dios y verdadero Hombre; que verdaderamente padeció, fue crucificado,
muerto y sepultado, para reconciliarnos con su Padre, y para ser víctima no
sólo por la culpa original, sino también por todos los pecados actuales de los!
hombres.
III. — Del
Descendimiento de Cristo a los Infiernos.
Como Cristo murió por nosotros, y fue sepultado, así debemos también creer que
descendió a los infiernos.
IV. — De la
Resurrección de Cristo.
Cristo resucitó verdaderamente de entre los muertos, y tomó de nuevo su cuerpo,
con carne, huesos, y todo lo que pertenece a la integridad de la naturaleza
humana; con la cual subió al cielo, y allí reside, hasta que vuelva para juzgar
a todos los hombres en el día postrero.
V. Espíritu
Santo.
El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, es de una misma esencia,
majestad y gloria, con el Padre y con el Hijo, verdadero y eterno Dios.
VI. — De la
suficiencia de las Sagradas Escrituras en lo que atañe a la Salvación.
La
Sagrada Escritura contiene
todas las cosas que son necesarias para la salvación; de modo que nada de lo
que en ella no se lee, ni por ella se puede probar, debe exigírsele a hombre
alguno que lo crea como artículo de fe, o que lo considere como requisito
necesario para la salvación.
Bajo el nombre de Sagrada Escritura entendemos aquellos libros canónicos del
Antiguo y Nuevo Testamento, de cuya autoridad nunca hubo duda alguna en la
Iglesia.
Los libros
canónicos del Antiguo Testamento son los siguientes:
Génesis.
Éxodo. Levítico. Números. Deuteronomio. Josué. Jueces. Ruth. lª de Samuel. 2ª de Samuel. |
1ª de los
Reyes.
2ª de los Reyes. lª de las Crónicas.
2ª de las
Crónicas.
Esdras. Nehemías. Esther. Job. Salmos. Proverbios. |
Eclesiastés.
Cantar de Cantares. Isaías. Jeremías. Lamentaciones. Ezequiel.
Daniel.
Oséas. Joel.
Amós.
|
Abdías.
Jonás. Miquéas. Nahúm. Habacúc. Sofonías. Aggéo. Zacarías. Malaquías. |
Del Nuevo Testamento recibimos y tenemos por canónicos todos los libros, según se reciben comúnmente.
VII. — Del
Antiguo Testamento.
El
Antiguo Testamento no es contrario al Nuevo, puesto que en tanto en el Antiguo
como en el Nuevo, se ofrece la vida eterna al género humano por Cristo, que es
el único Medianero entre Dios y los hombres, siendo Dios y Hombre. Por lo cual
opinan malamente los que imaginan que los antiguos tenían puesta su esperanza
sólo en promesas temporales.
Aunque la Ley dacia de Dios por Moisés, en lo tocante a ceremonias y ritos, no
obligue a los Cristianos, ni sus preceptos civiles hayan de recibirse
necesariamente en ningún Estado, con todo, no hay Cristiano alguno que se halle
exento de la obediencia a los mandamientos que se llaman Morales.
VIII. — De los
tres Símbolos.
Los tres Símbolos o Credos, a saber, el "Constantinopolitano", el
"Apostólico" y la definición de la fe católica contenida en el
"Atanasiano", deben ser del todo recibidos y creídos; por cuanto
pueden probarse con testimonies firmísimos de las Escrituras.
IX. — Del Pecado
Original.
El
pecado de origen no consiste, como pretendían los Pelagianos, en la imitación
de Adam, sino que es el vicio y depravación de la naturaleza de todo hombre
engendrado naturalmente de la estirpe de Adam; lo cual sea causa de que diste
muchísimo de la justicia original, propenda al mal de su misma naturaleza, y,
por tanto, en cada uno de los nacidos merece esto la ira de Dios y la
condenación.
Esta depravación de la naturaleza permanece todavía en los que son regenerados;
por lo cual, la concupiscencia de la carne (llamada en griego "phronema
sarkos", que unos interpretan sabiduría, otros sensualidad, otros
inclinación, y otros deseo de la carne) no se sujeta a la ley de Dios; y aunque
para los regenerados y creyentes no hay condenación alguna por causa de Cristo,
con todo, confiesa el Apóstol, que la concupiscencia tiene en si misma
naturaleza de pecado.
X. — Del Libre
Albedrío.
La condición del hombre después de la caída de Adam es tal, que por sus fuerzas
naturales y buenas obras no puede volverse ni prepararse a la fe e invocación
de Dios. Por lo tanto, sin la gracia de Dios por Cristo, que nos prevenga para
que queramos, y coopere mientras queremos, no tenemos poder alguno para hacer
obras de piedad que sean agradables y aceptas a Dios.
XI. — De la
Justificación del hombre.
Somos reputados justos delante de Dios, solamente por el mérito de nuestro
Señor y Salvador Jesucristo, por medio de la fe, y no por nuestras obras y
merecimientos. Por lo tanto, que nosotros somos justificados por medio de la fe
solamente, es una doctrina muy saludable y muy llena de consuelo.
XII. — De las
Obras buenas.
Las obras buenas, que son los frutos de la fe, y siguen a la justificación,
aunque no pueden expiar nuestros pecados, ni soportar la severidad del juicio
divino, son, sin embargo, agradables y aceptas a Dios en Cristo; y nacen
necesariamente de una fe viva y verdadera, de tal modo que claramente por ellas
puede conocerse la fe viva, como puede juzgarse del árbol por el fruto.
XIII. — De las
Obras antes de la Justificación.
Las obras hechas antes de la Gracia de Cristo y de la inspiración de su
Espíritu, no son agradables a Dios, por cuanto no proceden de la fe en
Jesucristo; ni merecen la gracia, como llaman muchos, "de cóngruo":
antes bien, no siendo hechas como Dios quiso y mandó que se hicieran, no
dudamos que tienen naturaleza de pecado.
XIV.— De las
obras de Supererogación.
Las obras llamadas de "supererogación", no pueden enseñarse sin
arrogancia e impiedad, pues por ellas declaran los hombres que no sólo rinden a
Dios todo aquello a que están obligados, sino que hacen por amor suyo más de lo
que tienen obligación de hacer; mientras Cristo dice claramente: Cuando
hubiereis hecho todas las cosas que os están mandadas, decid: Siervos inútiles
somos.
XV. — De que
nadie es sin pecado, excepto Cristo.
Cristo, en la verdad de nuestra naturaleza, fue hecho semejante a nosotros en
todas las cosas, excepto en el pecado, del cual fue completamente exento, así
en la carne como en el espíritu. Vino como Cordero sin mancilla, para quitar
los pecados del mundo por el sacrificio de Sí mismo hecho una vez; y no hubo en
él pecado, como dice el apóstol Juan. Empero nosotros los demás hombres, aunque
bautizados y regenerados en Cristo, ofendemos, sin embargo, todos en muchas
cosas; y si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y
no hay verdad en nosotros.
XVI. — Del Pecado
después del Bautismo.
No
todo pecado grave voluntariamente cometido después del Bautismo, es pecado
contra el Espíritu Santo e irremisible. Por tanto, para los caídos en pecado
después del Bautismo no debe negarse que hay lugar al arrepentimiento. Después
de haber recibido el Espíritu Santo, podemos apartarnos de la gracia que nos es
dada y pecar, y de nuevo poner la gracia de Dios levantarnos y enmendarnos. De
consiguiente, debe condenarse a los que afirman que no pueden pecar ya mientras
vivan, o niegan que haya lugar al perdón para los que de verdad se arrepientan.
La
predestinación a la vida es el eterno propósito de Dios, por el cual, antes de
que fuesen echados los cimientos del mundo, decretó por su invariable consejo a
nosotros oculto, librar de maldición y condenación a los que eligió en Cristo
de entre el género humano, y conducirlos por Cristo a la salvación eterna como
vasos hechos para honor. Por lo cual, los que son agraciados con un tan
excelente beneficio de Dios por su Espíritu que obra en tiempo oportuno, según
el propósito divino son llamados; por la gracia obedecen a la vocación; son
justificados gratuitamente; son adoptados por hijos; acta hechos conformes a la
imagen del unigénito Hijo Jesucristo; caminan santamente en buenas obras; y por
último, llegan por la misericordia de Dios a la sempiterna felicidad.
Así
como la consideración piadosa de la predestinación y do nuestra elección en
Cristo está llena de un dulce, suave e inefable consuelo para los
verdaderamente piadosos y que sienten en sí la operación del Espíritu de
Cristo, que va mortificando las obras de la carne y los miembros terrenos, y levantando
el ánimo a las cosas celestiales, ya porque establece grandemente y confirma
nuestra fe acerca de la salvación eterna que ha de ser conseguida pon medio de
Cristo, ya porque enciende fervientemente nuestro amor hacia Dios, así también,
para las personas curiosas, carnales y destituidas del Espíritu de Cristo, el
tener continuamente delante de los ojos la sentencia de predestinación divina,
es un precipicio muy peligroso, por el cual las arrastra el diablo, o a la
desesperación, o al abandono igualmente pernicioso de una vida impurísima.
Debemos, pues, recibir las promesas de Dios, del modo que nos son generalmente
propuestas en las Sagradas Letras; y en nuestras acciones, seguir aquella
voluntad divina, que tenemos expresamente revelada en la Palabra de Dios.
XVIII. — De que
la Salvación eterna sólo puede esperarse en el Nombre de Cristo.
Deben ser
anatematizados loa que osan, decir, que cada uno so salvará en la ley o secta
que profesa, con tal que viva cuidadosamente conforme a ella y a la luz de la
naturaleza; puesto que las Sagradas Letras sólo predican el Nombre de
Jesucristo, en el cual puedan ser salvos los hombres.
XIX. — De la
Iglesia.
La
Iglesia visible de Cristo es la Sociedad de los fieles, en la cual se predica
la Palabra de Dios pura y se administran los Sacramentos rectamente en cuanto a
las cosas que de necesidad se requieren, según la institución de Cristo.
Así
como erró la Iglesia de Jerusalem, de Alejandría y de Antioquía, así ha errado
igualmente la Iglesia de Roma, no sólo en cuanto a la moral y a los ritos
ceremoniales, sino también en materias de fe.
XX. — De la
Autoridad de la Iglesia.
La Iglesia tiene derecho para establecer ritos, y autoridad en las
controversias de fe; aunque no le es lícito instituir cosa alguna que se oponga
a la Palabra de Dios escrita, ni puede exponer un pasaje de la Escritura de
modo que contradiga a otro. Por lo cual, aunque la Iglesia es testigo y
custodio de los Libros divinos, sin embargo, como no debe decretar nada que se
oponga a ellos, así tampoco debe imponer, fuera de ellos, cosa alguna que haya
de creerse como necesaria para la salvación.
XXI. — De los
Concilios generales.
Los Concilios generales, por cuanto se componen de hombres, de los cuales no
todos se rigen por el Espíritu y la Palabra de Dios, no sólo pueden errar, sino
que han errado algunas veces, aun en aquellas cosas que conciernen a la norma de la
piedad. Porlo cual, lo que ellos ordenan como necesario para la salvación, ni
tiene valor ni autoridad, si no puede probarse que está tomado de las Sagradas
Letras.
XXII. — Del
Purgatorio.
La doctrina de la Iglesia de Roma, concerniente al purgatorio, indulgencias,
veneración y adoración, así de imágenes como de reliquias, e invocación de los
santos, es una cosa fútil, vanamente inventada, y que no se funda en ningún
testimonio de las Escrituras, antes bien, contradice a la Palabra de Dios.
XXIII. — De la
Vocación de los Ministros.
No es lícito a hombre alguno asumir el cargo de predicar públicamente o de
administrar los Sacramentos en la Iglesia, sin ser antes legítimamente llamado
y enviado a ejecutarlo. Y sólo debemos juzgar por legítimamente llamados y enviados,
a aquellos que fueron escogidos y apartados para esta obra por las personas a
quienes está concedida públicamente en la Iglesia la autoridad de llamar y
enviar Ministros a la viña del Señor.
XXIV. — De
recitar las Preces públicas en lengua vulgar.
Recitar la Preces públicas en la Iglesia, o administrar los Sacramentos, en
lengua que el pueblo no entiende, repugna claramente a la Palabra de Dios y a
la costumbre de la Iglesia primitiva.
XXV. — De los
Sacramentos.
Los
Sacramentos instituidos por Cristo no son sólo señales de la profesión de los
Cristianos, sino más bien unos testimonios ciertos y signos eficaces de
la gracia
y buena voluntad de Dios
hacia nosotros, por los cuales obra él en nosotros de un modo invisible, y no
sólo aviva, sino que también confirma nuestra fe en él.
Dos
son los Sacramentos instituí dos por Cristo Señor nu estro en el Evangelio, a
saber: el Bautismo y la Cena del Señor
Los otros cinco,
llamados vulgarmente Sacramentos, es decir, la Confirmación, Penitencia,
Extremaunción, Orden y Matrimonio, no deben considerarse como Sacramentos del
Evangelio, pues que en parte emanaron de una viciosa imitación de los
Apóstoles, y en parte son estados de vida aprobados ciertamente en las
Escrituras, pero sin tener la misma naturaleza de Sacramentos que el Bautismo y
la Cena del Señor, puesto que carecen de signo alguno visible o ceremonia
Instituida por Dios.
Los
Sacramentos no han sido instituidos por Cristo con el objeto de ser
contemplados o llevados de un jugar para otro, sino para que usemos de ellos
debidamente. Y sólo en aquellos que dignamente los reciben, producen el efecto
saludable; mas los que los reciben indignamente, adquieren para sí mismos, como
dice San Pablo, condenación.
XXVI.— De que la
maldad de los Ministros no impide el efecto de lis Ordenanzas divinas.
Aunque en la Iglesia visible los malos estén siempre mezclados con les buenos,
y alguna vez presida a en el ministerio de la Palabra y en la administración de
los Sacramentos, sin embargo, como no ejercen en su propio nombre sino en el de
Cristo y por su mandato y autoridad ministran, es lícito valerse de su
ministerio, tanto en la audición de la Palabra de Dios como en la recepción de
los Sacramentos. Ni se frustra por la maldad de los tales el efecto de las
instituciones de Cristo, ni la gracia de los dones divinos se disminuye, para
los que con fe y rectamente reciben les ordenanzas que se les ofrecen; las
cuales son eficaces por la Institución de Cristo y su promesa, aunque sean
administradas por hombres malos Pertenece, sin embargo, a la disciplina de la
Iglesia el que se inquiera sobre los malos Ministros, y sean acusados por los
que tengan conocimiento de sus crímenes, y finalmente, hallados reos perjuicio,
sean depuestos.
XXVII.— Del
Bautismo.
El
Bautismo es no sólo un signo de profesión y nota de distinción con que los
Cristianos se diferencian de los no cristianos, sino que es también signo de la
regeneración; por el cual, como por un instrumento, los que reciben el Bautismo
rectamente son ingeridos en la Iglesia, las promesas de remisión de pecados y
de nuestra adopción en hijos de Dios Por el Espíritu Santo, son visiblemente
signadas y selladas, la fe es confirmada, y la gracia, por virtud da la
invocación divina, aumentada.
El
Bautismo de los párvulos, como muy conforme con la institución de Cristo, debe
absolutamente retenerse en la Iglesia.
XXVIII. — De la
Cena del Señor.
La
Cena del Señor no es sólo un signo del amor mutuo entre los Cristianos, sino
más bien un Sacramento de nuestra redención por la muerte de Cristo.
La
"transubstanciación" del pan y del vino en la Eucaristía no puede
probarse por las Sagradas Letras; antes bien, repugna a las palabras
terminantes de la Escritura, trastorna la naturaleza de Sacramento, y ha dado
ocasión a muchas supersticiones.
El Cuerpo de
Cristo se da, se toma y se come en la Cena de un modo celestial y espiritual
solamente; y el medio por el cual el Cuerpo de Cristo se recibe y come en la
Cena, es la fe.
El
Sacramento de la Eucaristía no se reservaba ni se llevaba de un lugar para
otro, ni se elevaba, ni se adoraba, en virtud de institución alguna de Cristo.
XXIX.—De que los
impíos no comen el Cuerpo de Cristo en la
Cena del Señor.
Los impíos y los que se hallan destituidos de fe viva, aunque compriman carnal
y visiblemente con sus dientes (como dice San Agustín) el Sacramento del Cuerpo
y Sangre de Cristo, con todo no son en manera alguna participantes de Cristo;
antes bien, para condenación suya comen y beben el Sacramento o símbolo de una
cosa tan grande.
XXX.— De las dos
Especies.
El cáliz del Señor no debe negarse a los laicos, pues que ambas partes del
Sacramento del Señor, por institución y mandato de Cristo, deben administrarse
igualmente a todos los cristianos.
XXXI. —
De la única Oblación de Cristo consumada en la cruz.
La
Oblación de Cristo hecha una vez, es la perfecta redención, propiciación y
satisfacción por todos los pecados, así original como actuales, del mundo
entero; y ninguna otra expiación hay por los pecados, sino ésta solamente.
Por
tanto, los sacrificios de las "Misas", en los cuales se dice que el
sacerdote ofrece a Cristo por los vivos y por los difuntos para remisión de la
pena o culpa, son ficciones vanas y perniciosas imposturas.
XXXII.— Del
Matrimonio de los Eclesiásticos.
Ningún precepto divino manda a los Obispos, Presbíteros y Diáconos que profesen
por voto el celibato o que se abstengan del matrimonio; por tanto, les es
licito, como a todos los demás Cristianos, contraer matrimonio según su
discreción, si juzgaren que así les conviene para la piedad.
XXXIII. — De que
ha de evitarse a los Excomulgados.
El que por denunciación pública de la Iglesia fuere rectamente separado de la
unidad de la misma y excomulgado, debe ser tenido por toda la multitud de los
fieles como un gentil y publicano, hasta que por medio de la penitencia sea
públicamente reconciliado, por decisión de juez competente.
XXXIV. — De las
Tradiciones eclesiásticas.
Las
tradiciones y ceremonias, no es indispensable que sean en todo lugar las mismas
o totalmente parecidas, pues no sólo fueron siempre diversas, sino que pueden
mudarse conforme a la diversidad de países, tiempos y costumbres, con tal que
nada se establezca en oposición a la Palabra de Dios.
Los
que por su opinión particular, a sabiendas y de propósito, quebrantan
abiertamente las tradiciones y ceremonias de la Iglesia que no son contrarias a
la Palabra de Dios, se hacen dignos de reprensión, por cuanto perturban el
orden común de la Iglesia y ofenden las conciencias de los hermanos débiles.
Toda Iglesia particular o nacional tiene potestad para instituir, cambiar o
abrogar las ceremonias o ritos eclesiásticos, instituidos únicamente por
autoridad humana, con tal que todo se haga para edificación.
XXXV.— De la
Ordenación de los Ministros.
Los Oficios para la Ordenación de Diáconos y Presbíteros y Consagración de
Obispos (según fueron aprobados en el Sínodo celebrado el año 1881, y
confirmados por el que se celebró en 1883), contienen todos los requisitos
esenciales a las referidas Ordenación y Consagración, y no encierran cosa
alguna que sea en sí supersticiosa o Impía. De consiguiente, cualquiera que sea
ordenado o consagrado según las dichas Fórmulas, declaramos que está válida,
regular y legalmente ordenado o consagrado.
XXXVI.— De la
Autoridad civil.
La Autoridad civil tiene poder sobre todos los hombres, clérigos y laicos, en
todas las cosas temporales; mas no tiene potestad alguna en las cosas puramente
espirituales. Y nosotros creemos que es un deber en todos los que profesan el
Evangelio, el obedecer con respeta a la Autoridad civil regular y legalmente
constituida.
XXXVII.— De que
los Bienes de los Cristianos no son comunes.
Las riquezas y bienes de los Cristianos no son comunes en cuanto al derecho de
propiedad y título de posesión, como falsamente afirmaban algunos Anabaptistas.
Pero todos deben dar a los pobres liberalmente limosna, según sus facultades,
de lo que poseen.
XXXVIII. — Del
Juramento.
Confesamos que está prohibido a los Cristianos por nuestro Señor Jesucristo y
por su apóstol Santiago, el juramento vano y temerario; pero juzgamos que la religión
Cristiana de ningún modo
prohíbe que uno jure, cuando lo exige el Magistrado en causa de fe y caridad, y
con tal que esto se haga, según la doctrina del Profeta, en justicia, en juicio
y en verdad.
APÉNDICE AL ARTÍCULO VIII - Símbolo de Atanasio.
2.
Y el que no la guardare íntegra y pura, perecerá sin duda eternamente.
3.
Es, pues, la fe católica: que veneremos un Dios en Trinidad, y una Trinidad en
la Unidad.
4.
No confundiendo las personas ni dividiendo la esencia.
5.
Porque una es la persona del Padre, otra la persona del Hijo, otra la del
Espíritu Santo.
6. Más del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la
gloria, coeterna la majestad.
7. Cual es el
Padre, tal el Hijo, tal el Espíritu Santa.
8. Increado es el
Padre, increado el Hijo, Increado el Espíritu Santo.
9. Inmenso el
Padre, Inmenso el Hijo, Inmenso el Espíritu Santo.
10. Eterno el
Padre, eterno el Hijo, eterno el Espíritu Santo.
11. Y sin embargo,
no son tres eternos, sino un solo eterno.
12. Como no son
tres Increados, ni tres inmensos, sino un solo increado y un solo inmenso.
13. Del mismo
modo, omnipotente es el Padre, omnipotente el Hijo, omnipotente el Espíritu
Santo.
14. Y sin embargo,
no son tres omnipotentes, sino un solo omnipotente.
15. De la misma
manera, Dios es el Padre, Dios es el Hijo, Dios es el Espíritu Santo.
16. Y sin embargo,
no son tres Dioses, sino un solo Dios.
17. Así también,
Señor es el Padre, Señor el Hijo, Señor el Espíritu Santo.
18. Y sin embargo,
no son tres Señores, sino un solo Señor.
19. Porque así
como la verdad cristiana nos obliga a confesar, que cada una de las personas
separadamente es Dios y Señor, así la religión católica nos prohíbe decir que
son tres Dioses o Señores.
20. El Padre por
nadie es hecho, ni creado, ni engendrado.
21. El Hijo es de
solo el Padre, no hecho, ni creado, sino engendrado.
22. El Espíritu
Santo es del Padre y del Hijo, no hecho, ni creado, ni engendrado, sino
procedente.
23. Un Padre,
pues, no tres Padres; un Hijo, no tres Hijos; un Espíritu Santo, no tres
Espíritus Santos.
24. Y en esta
Trinidad nada hay primero o postrero, nacía mayor o menor; sino que todas tres
personas son eternas juntamente e iguales.
25. De manera que
en todo (como queda dicho) se ha de venerar la Unidad en la Trinidad, y la
Trinidad en la Unidad.
26. El que quiera,
pues, ser salvo, sienta así de la Trinidad.
27. Mas es
necesario para la salud eterna, que crea también fielmente la Encarnación de
nuestro Señor Jesucristo.
28. Es, pues, la
fe verdadera, que creamos y confesemos que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de
Dios, es Dios y Hombre.
29. Es Dios de la
substancia del Padre, engendrado antes de los siglos; y es Hombre de la
substancia de la madre, nacido en el tiempo.
30. Perfecto Dios,
Hombre perfecto, subsistente de alma racional y de carne humana.
31. Igual al Padre
según la divinidad; menor que el Padre según la, humanidad.
32. El cual,
aunque sea Dios y Hombre, sin embargo, no es dos, sino un solo Cristo.
33. Uno empero, no
por conversión de la divinidad en carne, sino por asunción de la humanidad en
Dios.
34. Uno
absolutamente, no por confusión de substancia, sino por unidad de persona.
35. Pues como el
alma racional y la carne es un solo hombre, así Dios y Hombre es un solo
Cristo.
36. El cual
padeció por nuestra salud, descendió a los Infiernos, resucitó al tercero día
de entre los muertos.
37. Subió a los
cielos, está sentado a la diestra de Dios Padre omnipotente; de donde ha de
venir a Juzgar a los vivos y a los muertos.
38. A cuya
venida todos los hombres tienen que resucitar con sus cuerpos, y han de dar
cuenta de sus propias obras.
39. Y los que
hubieren obrado bien, irán a la vida eterna; y los que mal, al fuego eterno.
40. Esta es la fe
católica; y quien no la creyere fiel y firmemente, no podrá ser salvo.
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Los artículos se basaban en la obra de Thomas Cranmer, arzobispo de Canterbury (1533-1556). Cranmer y sus colegas prepararon varias declaraciones de fe durante el reinado de Enrique VIII pero no fue hasta el reinado de Eduardo VI cuando los reformadores eclesiásticos fueron capaces de implementar cambios más profundos. Poco antes de la muerte de Eduardo, Cranmer presentó una declaración doctrinal que consistía en cuarenta y dos puntos: ésta fue la última de sus principales contribuciones al desarrollo del Anglicanismo.
María Tudor suprimió los 42 artículos con la restauración de la fe católica en Inglaterra. Sin embargo, la obra de Cranmer se convirtió en la fuente de los 39 artículos que Isabel I estableció como el cimiento doctrinal de la Iglesia de Inglaterra. Existen dos ediciones de los 39 artículos: la de 1563 está en latín y la de 1571 en inglés.
Los 39 artículos repudiaron las enseñanzas y prácticas que los protestantes en general condenaron en la Iglesia católica. Por ejemplo, niegan las enseñanzas concernientes a la Transubstanciación (XXVIII), el sacrificio de la Misa (XXXI), y la Inmaculada Concepción de la Virgen (XV). Sin embargo, afirman que la Escritura es la autoridad final sobre la salvación (VI), que la caída de Adán comprometió el libre albedrío humano (X), que tanto el pan como el vino deberían darse a todo el mundo en la òltima cena del Señor (XXX), y que los ministros deberían casarse (XXXII).
Artículo I: De la fe en la Sagrada Trinidad
Sólo hay un Dios vivo y verdadero, eterno, sin cuerpo, miembros o pasiones; con un poder, sabiduría y bondad infinitas; el Hacedor, y Preservador de todas las cosas tanto visibles como invisibles. Y en unión con esta divinidad hay tres Personas de una sola sustancia, poder y eternidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Artículo II: De la Palabra o Hijo de Dios, que se hizo hombre
El Hijo, que es la Palabra del Padre, engendrado de la eternidad del Padre, el mismo e infinito Dios, y todo Uno con el Padre, asumió la naturaleza del Hombre en el vientre de la Virgen bendita, de su sustancia: de tal manera que dos naturalezas íntegras y perfectas, es decir, la divinidad y la humanidad, se unieron conjuntamente en una sola Persona, que nunca podrá dividirse, de la cual surge Cristo, el mismo Dios y el mismo Hombre, quien verdaderamente sufrió, fue crucificado, muerto y sepultado, para reconciliarnos con su Padre y servir como sacrificio, no sólo por la culpa original sino por todos los pecados reales de los hombres.
Artículo III: Del descenso de Cristo al infierno
Como Cristo murió por nosotros y fue enterrado, se cree también que descendió a los infiernos.
Artículo IV: De la resurrección de Cristo
Cristo volvió verdaderamente de la muerte y retomó su cuerpo con carne, huesos y todo aquello perteneciente a la perfección de la naturaleza del Hombre, con lo cual ascendió a los Cielos y allí está sentado hasta que regrese para juzgar a todos los hombres el último día.
Artículo V: Del Espíritu Santo
El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, forma una única sustancia, majestad y gloria con el Padre y con el Hijo, con el mismo y eterno Dios.
Artículo VI: De la suficiencia de la Sagrada Escriturapara la salvación
La Sagrada Escritura contiene todo lo necesario para la salvación de tal manera que lo que no se lea en ella o pueda probarse a través de ella, no se exige a ningún hombre que sea creído como artículo de Fe, o se piense que sea requisito o condición para la salvación. En el nombre de la Sagrada Escritura, entendemos esos libros Canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, cuya autoridad nunca ofreció ninguna duda en la Iglesia.
De los nombres y números de los Libros Canónicos:
LOS TREINTA Y NUEVE ARTÍCULOS DE DOCTRINA DE LA IGLESIA DE INGLATERRA
Los Treinta y nueve artículos forman el resumen básico de creencias de la Iglesia de Inglaterra (Church of England). Fueron redactados por la Iglesia reunida en asamblea en 1563 basándose en los 42 artículos de 1553. Se ordenó a los clérigos suscribir los 39 artículos mediante el Acta de Parlamento en 1571.
Como parte de la vía media o camino medio de Isabel I, los artículos tenían un carácter deliberadamente latitudinario pero no pretendían proporcionar una definición dogmática de la fe. Es indudable que se expresaron libremente para permitir una variedad de interpretaciones. La Iglesia de Inglaterra todavía exige a sus ministros que reconozcan públicamente su fe hacia estos artículos.
Los artículos se basaban en la obra de Thomas Cranmer, arzobispo de Canterbury (1533-1556). Cranmer y sus colegas prepararon varias declaraciones de fe durante el reinado de Enrique VIII pero no fue hasta el reinado de Eduardo VI cuando los reformadores eclesiásticos fueron capaces de implementar cambios más profundos. Poco antes de la muerte de Eduardo, Cranmer presentó una declaración doctrinal que consistía en cuarenta y dos puntos: ésta fue la última de sus principales contribuciones al desarrollo del Anglicanismo.
María Tudor suprimió los 42 artículos con la restauración de la fe católica en Inglaterra. Sin embargo, la obra de Cranmer se convirtió en la fuente de los 39 artículos que Isabel I estableció como el cimiento doctrinal de la Iglesia de Inglaterra. Existen dos ediciones de los 39 artículos: la de 1563 está en latín y la de 1571 en inglés.
Los 39 artículos repudiaron las enseñanzas y prácticas que los protestantes en general condenaron en la Iglesia católica. Por ejemplo, niegan las enseñanzas concernientes a la Transubstanciación (XXVIII), el sacrificio de la Misa (XXXI), y la Inmaculada Concepción de la Virgen (XV). Sin embargo, afirman que la Escritura es la autoridad final sobre la salvación (VI), que la caída de Adán comprometió el libre albedrío humano (X), que tanto el pan como el vino deberían darse a todo el mundo en la òltima cena del Señor (XXX), y que los ministros deberían casarse (XXXII).
Artículo I: De la fe en la Sagrada Trinidad
Sólo hay un Dios vivo y verdadero, eterno, sin cuerpo, miembros o pasiones; con un poder, sabiduría y bondad infinitas; el Hacedor, y Preservador de todas las cosas tanto visibles como invisibles. Y en unión con esta divinidad hay tres Personas de una sola sustancia, poder y eternidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Artículo II: De la Palabra o Hijo de Dios, que se hizo hombre
El Hijo, que es la Palabra del Padre, engendrado de la eternidad del Padre, el mismo e infinito Dios, y todo Uno con el Padre, asumió la naturaleza del Hombre en el vientre de la Virgen bendita, de su sustancia: de tal manera que dos naturalezas íntegras y perfectas, es decir, la divinidad y la humanidad, se unieron conjuntamente en una sola Persona, que nunca podrá dividirse, de la cual surge Cristo, el mismo Dios y el mismo Hombre, quien verdaderamente sufrió, fue crucificado, muerto y sepultado, para reconciliarnos con su Padre y servir como sacrificio, no sólo por la culpa original sino por todos los pecados reales de los hombres.
Artículo III: Del descenso de Cristo al infierno
Como Cristo murió por nosotros y fue enterrado, se cree también que descendió a los infiernos.
Artículo IV: De la resurrección de Cristo
Cristo volvió verdaderamente de la muerte y retomó su cuerpo con carne, huesos y todo aquello perteneciente a la perfección de la naturaleza del Hombre, con lo cual ascendió a los Cielos y allí está sentado hasta que regrese para juzgar a todos los hombres el último día.
Artículo V: Del Espíritu Santo
El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, forma una única sustancia, majestad y gloria con el Padre y con el Hijo, con el mismo y eterno Dios.
Artículo VI: De la suficiencia de la Sagrada Escriturapara la salvación
La Sagrada Escritura contiene todo lo necesario para la salvación de tal manera que lo que no se lea en ella o pueda probarse a través de ella, no se exige a ningún hombre que sea creído como artículo de Fe, o se piense que sea requisito o condición para la salvación. En el nombre de la Sagrada Escritura, entendemos esos libros Canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, cuya autoridad nunca ofreció ninguna duda en la Iglesia.
De los nombres y números de los Libros Canónicos:
Génesis
Éxodo Levítico Números Deuteronomio v Josué Jueces Ruth El primer libro de Samuel El segundo libro de Samuel El primer libro de los Reyes El segundo libro de los Reyes |
El primer libro de las Crónicas
El segundo libro de las Crónicas El primer libro de Esdrás El segundo libro de Esdrás El libro de Ester El libro de Job v Los Salmos Los Proverbios Eclesiastés El Cantar de los Cantares de Salomón Los cuatro profetas mayores Los cuatro profetas menores |
Y los otros Libros (como dice Jeremías) los lee la Iglesia como ejemplo de vida e instrucción de modales y sin embargo los aplica sin establecer ninguna doctrina. Tales son los siguientes:
El tercer libro de Esdrás
El cuarto libro de Esdrás El libro de Tobías El libro de Judit El resto del libro de Ester El libro de la sabiduría Jesús, el hijo de Sirá |
Baruch, el profeta
La canción de los tres niños La historia de Susana Bel y el dragón La plegaria de Manasés El primer libro de los Macabeos El segundo libro de los Macabeos |
Todos los libros del Nuevo Testamento, tal y como son comúnmente recibidos, los recibimos y los consideramos Canónicos.
Artículo VII: Del Antiguo Testamento
El Antiguo Testamento no es contrario al Nuevo dado que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento Cristo ofrece la vida eterna a la Humanidad, y Él es el único Mediador entre Dios y el Hombre, siendo simultáneamente Dios y el Hombre. Por lo que no debe escucharse a aquellos que fingen que los antiguos Padres sólo se preocuparon por las promesas transitorias. Aunque la ley dada por Dios a Moisés en lo concerniente a las ceremonias y ritos, no vincula a los hombres cristianos, ni los preceptos civiles deberían recibirse obligatoriamente en ninguna mancomunidad. Sin embargo, ningún cristiano está libre de desobedecer los mandamientos llamados morales.
Artículo VIII: De los tres Credos
Los tres Credos, el Credo Niceno, el Credo de Atanasio y aquél llamado comúnmente como el Credo de los apóstoles, deberían ser completamente recibidos y aceptados como creencia por ser autorizados por la Sagrada Escritura.
Artículo IX: Del pecado original o de nacimiento
El pecado original no surgió como consecuencia de Adán (como los Pelagianos sostienen vanamente), sino que procede de la falta y la corrupción de la naturaleza de cada hombre, que es naturalmente engendrada por la descendencia de Adán por la cual el hombre se aleja de la inocencia original inclinándose por su propia naturaleza hacia el pecado de tal manera que la carne desea lujuriosamente oponiéndose al espíritu. Y por lo tanto cada persona que nace a este mundo, merece la ira y la condenación de Dios. Y esta infección de la naturaleza permanece, en efecto, en aquéllos que se regeneran por medio de la lujuria de la carne, denominada en griego, phronema sakos, que manifiesta en algunos la sabiduría, en algunos la sensualidad, en otros el afecto o el deseo de la carne que en ningún caso está sujeta a la ley de Dios. Y aunque no hay condenación para aquéllos que creen y son bautizados, el apóstol confiesa sin embargo que la concupiscencia y la lascivia contienen en sí mismas la naturaleza del pecado.
Artículo X: Del libre albedrío
La condición del hombre tras la caída de Adán es tal que no puede, mediante su propio esfuerzo natural y buenas obras, regresar ni prepararse para la fe y la petición ante Dios. Por lo cual no tenemos ningún poder para hacer buenas obras agradables y aceptables ante Dios si carecemos de la gracia de Dios por mediación de Cristo, quien nos permite alcanzar la buena voluntad y trabaja con nosotros cuando poseemos esa buena voluntad.
Artículo XI: De la justificación del hombre
Ante los ojos de Dios somos estimados como justos pero sólo por el mérito de nuestro Señor y Salvador Jesucristo por medio de la fe y no por nuestras propias obras o merecimientos. Por lo cual el hecho de que estamos justificados por la fe es sólo una doctrina muy benévola y reconfortante tal y como se expresa mayoritariamente en la homilía de la justificación.
Artículo XII: De las buenas obras
Aunque las buenas obras, que son los frutos de la fe y siguen a la justificación no pueden apartar nuestros pecados, y soportar la severidad del juicio de Dios, son sin embargo agradables y aceptables ante Dios por medio de Cristo, brotando necesariamente de una fe verdadera y viva hasta el punto que gracias a ellas esta fe enérgica se puede conocer evidentemente del mismo modo que un árbol se conoce por el fruto.
Artículo XIII: De las obras antes de la justificación
Las obras realizadas ante la gracia de Cristo y la inspiración de su espíritu no resultan agradables a Dios, dado que no florecen de la fe en Jesucristo ni hacen que los hombres puedan recibir la gracia, o (como dicen los autores eruditos) que la merezcan de congruencia: en efecto, más bien porque no se consumen tal y como Dios lo desea y ordena que se cumplan, no dudamos de que poseen la naturaleza del pecado.
Artículo XIV: De las obras de supererogación
Las obras voluntarias aparte, sobre y más allá de los mandamientos de Dios, a las que se llama como obras de supererogación, no se pueden enseñar sin arrogancia e impiedad dado que por medio de ellas los hombres declaran que no sólo dan cuenta ante Dios de todo sobre lo que están obligados sino que también lo realizan por Su bien como parte del requerimiento de esta obligación ineludible. Mientras que según lo que Cristo dijo claramente, «cuando hagáis todo aquello que se os manda», nosotros somos siervos inmerecidos.
Artículo XV: De Cristo solo sin pecado
Cristo en la verdad de nuestra naturaleza fue creado como nosotros en todas las cosas, excepto en el pecado, del cual se vio claramente desprovisto tanto en su carne como en su espíritu. Se convirtió en el Cordero sin mancha, que una vez realizado el sacrificio, debió cargar con los pecados del mundo y el pecado, como dijo San Juan, no formó parte de ƒl. Pero el resto de todos nosotros, aunque bautizados y renacidos en Cristo, ofendemos sin embargo en multitud de cosas y si sostenemos que carecemos de pecado, nos engañamos y apartamos de la verdad.
Artículo XVI: Del pecado después del bautismo
No todo pecado mortal voluntariamente cometido después del bautismo constituye un pecado contra el Espíritu Santo y es imperdonable. Por lo que la concesión del arrepentimiento no tiene por qué negarse a aquellos que caen en el pecado tras el bautismo. Después de haber recibido al Espíritu Santo, podemos alejarnos de la gracia concedida y caer en el pecado, y por la gracia de Dios podemos levantarnos de nuevo y enmendar nuestra vida. Y por tanto serán condenados los que digan que no pueden volver a pecar mientras vivan o que no se les pueda negar el perdón si se arrepienten verdaderamente.
Artículo XVII: De la predestinación y la elección
La predestinación de la vida es el propósito eterno de Dios por el cual (antes de que la fundación del mundo se realizara) constantemente ha decretado secretamente que liberará de la maldición y de la perdición a aquéllos seres humanos elegidos en Cristo y que por Cristo los traerá la salvación eterna, como vasijas a las que se ha rendido un honor. Por tanto, aquellos a los que Dios les conceda un beneficio tan excelente serán llamados, de acuerdo con el propósito de Dios por medio de Su espíritu que tendrá su fruto en la estación adecuada. Aquellos que obedezcan la llamada a través de la gracia, serán justificados libremente, serán hechos hijos de Dios por adopción, serán hechos a imagen de su único hijo engendrado Jesucristo. Caminan religiosamente en buenas obras y al final, por medio de la misericordia de Dios, lograrán la felicidad eterna.
Como la consideración piadosa de la predestinación y nuestra elección en Cristo es para las personas piadosas una fuente de una dulce, agradable e indecible tranquilidad, propia de aquellos que sienten en sí mismos el trabajo del espíritu de Cristo, mortificando las obras de la carne y a sus miembros terrenales, dirigiendo su mente hacia las cosas elevadas y celestiales, también porque fija en gran medida y confirma que su fe de la salvación eterna será disfrutada a través de Cristo y porque enciende fervientemente su amor hacia Dios: por todo ello, para las personas curiosas y carnales que carecen del espíritu de Cristo, tener continuamente ante sus ojos la condena de la predestinación de Dios, supone una caída peligrosa por la cual el diablo puede empujarlos bien hacia la desesperación o hacia la desdicha de los seres más inmundos, no menos peligroso que tal desesperación.
Además, debemos recibir las promesas de Dios en los siguientes términos, tal y como nos son explicadas generalmente en la Sagrada Escritura y en nuestros actos debemos seguir la voluntad de Dios, expresamente declarada en la Palabra de Dios.
Artículo XVIII: De la obtención de la salvación eterna sólo por el nombre de Cristo
También deben ser maldecidos los que presumen al decir, Que todo hombre debe ser salvado por la ley o secta que profese, de tal manera que debe ser diligente a la hora de estructurar su vida de acuerdo con dicha ley y la luz de la naturaleza. La SagradaEscritura nos muestra sólo el nombre de Jesucristo, por el cual los hombres han de ser salvados.
Artículo XIX: De la Iglesia
La Iglesia visible de Cristo es una congregación de hombres fieles, en la cual la Palabra pura de Dios se predica y en la que los sacramentos deben ser debidamente administrados según las ordenanzas de Cristo en todos aquellos aspectos que por necesidad son requisitos para ello.
De igual modo que la Iglesia de Jerusalén, Alejandría y Antioquía han errado, así también la Iglesia de Roma (Church of Rome), no sólo en su vida y procedimientos de celebración de ceremonias sino también en materia de fe.
Artículo XX: De la autoridad de la iglesia
La Iglesia tiene poder para decretar los ritos o ceremonias, así como autoridad en las controversias de la fe. Ysin embargo no es legítimo que la Iglesia ordene cualquier cosa contraria a la Palabra escrita de Dios, ni que expanda una parte de la Escritura que pueda resultar repugnante a otra. Por lo cual, aunque la Iglesia sea testigo y guardián de los textos sagrados y aunque no deba decretar nada en contra de éstos, tampoco éstos deberían hacer cumplir nada que se pueda creer como necesidad para la salvación.
Artículo XXI: De la autoridad de los concilios generales
Los concilios generales no deben convocarse sin el mandato y la voluntad de los príncipes. Y cuando lo hagan (en tanto constituyen una asamblea de individuos, en la que no todos son gobernados con el espíritu y la palabra de Dios) pueden errar y algunas veces han errado, incluso en cosas pertenecientes a Dios. Por lo tanto, cuestiones ordenadas por ellos como necesarias para la salvación no tienen ni fuerza ni autoridad a menos que se declare que proceden de la Sagrada Escritura.
Artículo XXII: Del purgatorio
La doctrina romana concerniente al purgatorio, al perdón, al culto y a la adoración junto con las imágenes y las reliquias, y también a la invocación de los Santos conforma una afición vanamente inventada, que no se basa en una garantía de las Escrituras sino que es más bien repugnante a la Palabra de Dios.
Artículo XXIII: Del ministerio en la congregación
No es legítimo para ningún hombre atribuirse el oficio de la predicación pública o del ministerio de los sacramentos en la congregación, antes de ser legítimamente llamado y enviado a ejecutar esto. Y a aquellos llamados y enviados, nosotros deberíamos juzgarlos legítimamente, a aquellos que son elegidos y llamados para este trabajo por parte de individuos que gozan de autoridad pública en la congregación para que llamen y envíen a su vez a los ministros de la viña del Señor.
Artículo XXIV: De hablar en la congregación en un lenguaje comprensible
Algo claramente repugnante a la Palabra de Dios y a la costumbre de la Iglesia primitiva es rezar públicamente en la Iglesia o administrar los sacramentos en un lenguaje incomprensible.
Artículo XXV: De los sacramentos
Los sacramentos ordenados por Cristo no son sólo insignias o muestras de la profesión de fe de los hombres cristianos, sino más bien testigos seguros y signos eficaces de la gracia y de la buena voluntad de Dios hacia nosotros, por medio de los cuales ƒl trabaja invisiblemente en nosotros y no sólo apresura sino que refuerza y confirma nuestra fe en ƒl.
Hay dos sacramentos que Cristo, nuestro Señor, ordenó en el Evangelio, es decir, el bautismo y la cena del Señor.
Los cinco comúnmente denominados sacramentos, es decir, la confirmación, el perdón, el sacerdocio, el matrimonio y la extremaunción, no deben considerarse sacramentos del Evangelio puesto que han surgido parcialmente del seguimiento corrupto de los apóstoles, y parcialmente son estados vitales permitidos en las Escrituras. Sin embargo, no poseen la naturaleza propia de los sacramentos como los del bautismo y la cena del Señor, dado que carecen de cualquier signo visible o ceremonia ordenada por Dios.
Cristo no ordenó los sacramentos para que fueran contemplados o llevados consigo sino para ser debidamente usados. Y en este sentido, tal y como son recibidos meritoriamente, tienen un efecto u operación saludable, pero aquellos que los reciben indignamente, se ganan la condenación, como dijo San Pablo.
Artículo XXVI: De la indignidad de los ministros, lo cual no afecta a la dignidad del sacramento
Aunque en la Iglesia visible el mal está siempre entremezclado con el bien, y algunas veces el mal goza de una autoridad destacada en la administración de la Palabra y de los sacramentos, sin embargo como los que los reparten no lo hacen en su nombre sino en el de Cristo y ejercen ministerio por medio del encargo y la autoridad de Cristo, podemos recurrir a su ministerio, tanto a la hora de escuchar la Palabra de Dios como de recibir los sacramentos. Ni el efecto de la ordenanza de Cristo desaparece por su maldad ni la gracia de los regalos de Dios disminuye en aquellos que por la fe y de modo verdadero reciben los sacramentos que les son administrados, los cuales son eficaces debido a la institución y promesa de Cristo, a pesar de ser administrados por hombres malvados.
No obstante, pertenece a la disciplina de la Iglesia investigar a estos ministros perversos y que sean acusados por aquellos que conocen sus ofensas para que cuando finalmente sean considerados culpables, sean depuestos por un juicio justo.
Artículo XXVII: Del bautismo
El bautismo no sólo es un signo de la profesión de fe y una marca de diferenciación, por la cual los individuos cristianos son distinguidos del resto que no han sido bautizados, sino que es también un signo de regeneración o nuevo nacimiento, por el cual, como por un instrumento, aquellos que reciben el bautismo son justamente introducidos en la Iglesia; las promesas del perdón del pecado, y de nuestra adopción como hijos de Dios por medio del Espíritu Santo son visiblemente firmadas y selladas; la fe es confirmada y la gracia aumentada por la virtud de la plegaria ante Dios. El bautismo de los niños pequeños debe en cualquier caso pertenecer a la Iglesia, hecho altamente concordante con la institución de Cristo.
Artículo XXVIII: De la cena del Señor
La cena del Señor no sólo es un signo del amor que los cristianos deben tener entre ellos mismos sino más bien un sacramento de nuestra redención gracias a la muerte de Cristo, hasta tal punto que para aquellos que con fe, justa y meritoriamente reciben dicha cena, el pan que partimos es una parte del cuerpo de Cristo, e igualmente la copa de la bendición es una parte de la sangre de Cristo.
La transubstanciación (o el cambio de la sustancia del pan y del vino) en la cena del Señor, no puede probarse por medio del texto sagrado, sino que es repugnante ante las claras palabras de la Escritura, echa por tierra la naturaleza del sacramento y ocasiona muchas supersticiones.
El cuerpo de Cristo se da, recibe y come en la cena, sólo de manera celeste y espiritual. Y el medio por el cual el cuerpo de Cristo se recibe y come en la cena es la fe.
El sacramento de la cena del Señor no fue reservado, llevado, elevado o adorado por ordenanza de Cristo.
Artículo XXIX: De los malvados que no comulgan el Cuerpo de Cristo según la cena del Señor
Los perversos, tales que están vacíos de una fe viva, aunque carnal y visiblemente presionan con sus dientes (como dijo San Agustín) el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo, de ningún modo comparten a Cristo, sino que más bien, para su propia condenación, comen y beben el signo o sacramento de algo tan maravilloso.
Artículo XXX: De ambas especies
La copa del Señor no debe negarse a los laicos, dado que ambas partes del sacramento del Señor, según la ordenanza y el mandato de Cristo, deben administrarse a todos los cristianos por igual.
Artículo XXXI: De la oblación de Cristo consumada en la cruz
El ofrecimiento hecho por Cristo es esa redención, propiciación y satisfacción perfectas a cambio de todos los pecados del mundo entero, tanto originales como reales, y no existe ninguna otra satisfacción para el pecado, salvo ésa sola. Por lo que los sacrificios de las misas, en las que comúnmente se dice que el sacerdote ofreció a Cristo por los vivos y los muertos para redimirles de la pena o de la culpa, fueron fábulas blasfemas y fraudes peligrosos.
Artículo XXXII: Del matrimonio de los sacerdotes
La ley de Dios no manda a los obispos, los sacerdotes y los diáconos ni reconocer el estado de una vida soltera ni abstenerse del matrimonio, por lo que es legítimo tanto para ellos como para el resto de los cristianos casarse según lo consideren, así como juzgar lo oportuno para servir mejor a la divinidad.
Artículo XXXIII: De cómo evitar a las personas excomulgadas
Aquella persona que por denuncia abierta de la Iglesia sea legítimamente excluida de la unidad de la Iglesia y excomulgada, debería ser considerada, de toda la multitud de los fieles, como pagana y publicana, hasta que se reconcilie claramente por medio del arrepentimiento y sea recibida en la Iglesia por un juez que tenga autoridad al respecto.
Artículo XXXIV: De las tradiciones de la Iglesia
No es necesario que las tradiciones y ceremonias sean en todos los lugares las mismas y exactamente idénticas, dado que en diferentes épocas han sido divergentes y pueden alterarse según la diversidad de países, tiempos, y costumbres de los hombres, para que nada sea ordenado en contra de la Palabra de Dios. Quienquiera que a través de su juicio privado, voluntaria y deliberadamente, rompa abiertamente con las tradiciones y ceremonias de la Iglesia, que no son repugnantes ante la Palabra de Dios, y que son ordenadas y aprobadas por la autoridad común, debería ser reprendido públicamente (para que otros teman hacer lo mismo), como persona que ha ofendido la orden vigente de la Iglesia, herido la autoridad del magistrado y dañado las conciencias de los hermanos débiles.
Cada Iglesia particular o nacional tiene autoridad para ordenar, cambiar, y abolir las ceremonias o ritos de la Iglesia mandados sólo por la autoridad humana, de modo que todo sea realizado para edificar.
Artículo XXXV: De las homilías
El segundo Libro de las homilías, cuyos títulos varios hemos incluido en este artículo, contiene una doctrina piadosa, beneficiosa, y necesaria para estos tiempos, como el anterior Libro de las homilías, que explicamos en la época de Eduardo VI y por lo tanto, consideramos que los ministros deben leerlos en las iglesias, diligente y claramente para que la gente los comprenda.
De los nombres de las homilías
Del uso correcto de la Iglesia.
En contra del peligro de idolatría.
De la reparación y limpieza de las iglesias.
De las buenas obras: primero del ayuno.
En contra de la glotonería y de la embriaguez.
En contra de los excesos en la indumentaria.
De la plegaria.
Del lugar y el tiempo de la plegaria.
Las plegarias y sacramentos comunes deberían administrarse en un lenguaje comprensible.
De la estimación reverente de la Palabra de Dios.
De la práctica de la limosna.
De la natividad de Cristo.
De la pasión de Cristo.
De la resurrección de Cristo.
Del recibimiento merecido del sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo.
De los dones del Espíritu Santo.
Por los días de las rogativas.
Del estado del matrimonio.
Del arrepentimiento.
En contra de la indolencia.
En contra de la rebelión.
Artículo XXXVI: De la consagración de los obispos y los ministros
El libro de la consagración de los arzobispos y los obispos, y del ordenamiento de los sacerdotes y los diáconos, recientemente explicado en la época de Eduardo VI y confirmado en el mismo tiempo por la autoridad del Parlamento, contiene todo lo necesario para tal consagración y ordenamiento y no incluye nada que en sí mismo sea supersticioso o irreverente. Y por lo tanto quienquiera que haya sido consagrado u ordenado según los ritos de ese libro, desde el segundo año del previamente mencionado rey Eduardo hasta este momento o que posteriormente sea consagrado u ordenado siguiendo los mismos ritos, decretamos que todos ellos sean justamente, ordenadamente, y legalmente consagrados u ordenados.
Artículo XXXVII: De los magistrados civiles
Su majestad la reina tiene el poder supremo en este reino de Inglaterra y en otros dominios suyos, a los cuales el gobierno supremo de todos los Estados de este reino, sean eclesiásticos o civiles, y en todas las causas pertenece y no es o debería estar sujeto a ninguna jurisdicción extranjera.
Donde atribuimos a su majestad la reina el gobierno supremo, por cuyos títulos entendemos que las mentes de algunas personas difamatorias pueden ser ofendidas, no concedemos a nuestros príncipes el ministerio, bien de la Palabra de Dios o de los sacramentos, de lo cual los mandatos recientemente planteados por Isabel, nuestra reina, testifican claramente. Pero sólo esa prerrogativa, que estimamos que Dios le ha dado siempre a todos los príncipes piadosos en las Sagradas Escrituras, es decir, que ellos deberían gobernar a todos los Estados y clases que Dios les ha encomendado, sean eclesiásticos o temporales y limitar con la espada civil a los obstinados y perversos.
El obispo de Roma no tiene jurisdicción en este reino de Inglaterra.
Las leyes del reino pueden castigar a los cristianos con la muerte, por las ofensas atroces y crueles.
Es legítimo para los cristianos, según el mandato del magistrado, portar armas, y servir en las guerras.
Artículo XXXVIII: De los bienes de los cristianos, que no son comunes
Las riquezas y bienes de los cristianos no son comunes, en lo concerniente al derecho, título y posesiones de los mismos, como ciertamente los anabaptistas se jactan falsamente. Sin embargo, cada hombre debería, de todo lo que posee, dar limosna liberalmente a los pobres, según su situación.
Artículo XXXIX: Del juramento de un cristiano
Así como confesamos que nuestro Señor Jesucristo ha prohibido jurar vana e imprudentemente a los cristianos y a su apóstol Santiago, juzgamos que la religión cristiana no prohíbe que un hombre pueda jurar cuando el magistrado lo requiera en una causa de fe y caridad, para que se realice según la enseñanza del profeta, en la justicia, en el juicio y en la verdad.
Artículo VII: Del Antiguo Testamento
El Antiguo Testamento no es contrario al Nuevo dado que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento Cristo ofrece la vida eterna a la Humanidad, y Él es el único Mediador entre Dios y el Hombre, siendo simultáneamente Dios y el Hombre. Por lo que no debe escucharse a aquellos que fingen que los antiguos Padres sólo se preocuparon por las promesas transitorias. Aunque la ley dada por Dios a Moisés en lo concerniente a las ceremonias y ritos, no vincula a los hombres cristianos, ni los preceptos civiles deberían recibirse obligatoriamente en ninguna mancomunidad. Sin embargo, ningún cristiano está libre de desobedecer los mandamientos llamados morales.
Artículo VIII: De los tres Credos
Los tres Credos, el Credo Niceno, el Credo de Atanasio y aquél llamado comúnmente como el Credo de los apóstoles, deberían ser completamente recibidos y aceptados como creencia por ser autorizados por la Sagrada Escritura.
Artículo IX: Del pecado original o de nacimiento
El pecado original no surgió como consecuencia de Adán (como los Pelagianos sostienen vanamente), sino que procede de la falta y la corrupción de la naturaleza de cada hombre, que es naturalmente engendrada por la descendencia de Adán por la cual el hombre se aleja de la inocencia original inclinándose por su propia naturaleza hacia el pecado de tal manera que la carne desea lujuriosamente oponiéndose al espíritu. Y por lo tanto cada persona que nace a este mundo, merece la ira y la condenación de Dios. Y esta infección de la naturaleza permanece, en efecto, en aquéllos que se regeneran por medio de la lujuria de la carne, denominada en griego, phronema sakos, que manifiesta en algunos la sabiduría, en algunos la sensualidad, en otros el afecto o el deseo de la carne que en ningún caso está sujeta a la ley de Dios. Y aunque no hay condenación para aquéllos que creen y son bautizados, el apóstol confiesa sin embargo que la concupiscencia y la lascivia contienen en sí mismas la naturaleza del pecado.
Artículo X: Del libre albedrío
La condición del hombre tras la caída de Adán es tal que no puede, mediante su propio esfuerzo natural y buenas obras, regresar ni prepararse para la fe y la petición ante Dios. Por lo cual no tenemos ningún poder para hacer buenas obras agradables y aceptables ante Dios si carecemos de la gracia de Dios por mediación de Cristo, quien nos permite alcanzar la buena voluntad y trabaja con nosotros cuando poseemos esa buena voluntad.
Artículo XI: De la justificación del hombre
Ante los ojos de Dios somos estimados como justos pero sólo por el mérito de nuestro Señor y Salvador Jesucristo por medio de la fe y no por nuestras propias obras o merecimientos. Por lo cual el hecho de que estamos justificados por la fe es sólo una doctrina muy benévola y reconfortante tal y como se expresa mayoritariamente en la homilía de la justificación.
Artículo XII: De las buenas obras
Aunque las buenas obras, que son los frutos de la fe y siguen a la justificación no pueden apartar nuestros pecados, y soportar la severidad del juicio de Dios, son sin embargo agradables y aceptables ante Dios por medio de Cristo, brotando necesariamente de una fe verdadera y viva hasta el punto que gracias a ellas esta fe enérgica se puede conocer evidentemente del mismo modo que un árbol se conoce por el fruto.
Artículo XIII: De las obras antes de la justificación
Las obras realizadas ante la gracia de Cristo y la inspiración de su espíritu no resultan agradables a Dios, dado que no florecen de la fe en Jesucristo ni hacen que los hombres puedan recibir la gracia, o (como dicen los autores eruditos) que la merezcan de congruencia: en efecto, más bien porque no se consumen tal y como Dios lo desea y ordena que se cumplan, no dudamos de que poseen la naturaleza del pecado.
Artículo XIV: De las obras de supererogación
Las obras voluntarias aparte, sobre y más allá de los mandamientos de Dios, a las que se llama como obras de supererogación, no se pueden enseñar sin arrogancia e impiedad dado que por medio de ellas los hombres declaran que no sólo dan cuenta ante Dios de todo sobre lo que están obligados sino que también lo realizan por Su bien como parte del requerimiento de esta obligación ineludible. Mientras que según lo que Cristo dijo claramente, «cuando hagáis todo aquello que se os manda», nosotros somos siervos inmerecidos.
Artículo XV: De Cristo solo sin pecado
Cristo en la verdad de nuestra naturaleza fue creado como nosotros en todas las cosas, excepto en el pecado, del cual se vio claramente desprovisto tanto en su carne como en su espíritu. Se convirtió en el Cordero sin mancha, que una vez realizado el sacrificio, debió cargar con los pecados del mundo y el pecado, como dijo San Juan, no formó parte de ƒl. Pero el resto de todos nosotros, aunque bautizados y renacidos en Cristo, ofendemos sin embargo en multitud de cosas y si sostenemos que carecemos de pecado, nos engañamos y apartamos de la verdad.
Artículo XVI: Del pecado después del bautismo
No todo pecado mortal voluntariamente cometido después del bautismo constituye un pecado contra el Espíritu Santo y es imperdonable. Por lo que la concesión del arrepentimiento no tiene por qué negarse a aquellos que caen en el pecado tras el bautismo. Después de haber recibido al Espíritu Santo, podemos alejarnos de la gracia concedida y caer en el pecado, y por la gracia de Dios podemos levantarnos de nuevo y enmendar nuestra vida. Y por tanto serán condenados los que digan que no pueden volver a pecar mientras vivan o que no se les pueda negar el perdón si se arrepienten verdaderamente.
Artículo XVII: De la predestinación y la elección
La predestinación de la vida es el propósito eterno de Dios por el cual (antes de que la fundación del mundo se realizara) constantemente ha decretado secretamente que liberará de la maldición y de la perdición a aquéllos seres humanos elegidos en Cristo y que por Cristo los traerá la salvación eterna, como vasijas a las que se ha rendido un honor. Por tanto, aquellos a los que Dios les conceda un beneficio tan excelente serán llamados, de acuerdo con el propósito de Dios por medio de Su espíritu que tendrá su fruto en la estación adecuada. Aquellos que obedezcan la llamada a través de la gracia, serán justificados libremente, serán hechos hijos de Dios por adopción, serán hechos a imagen de su único hijo engendrado Jesucristo. Caminan religiosamente en buenas obras y al final, por medio de la misericordia de Dios, lograrán la felicidad eterna.
Como la consideración piadosa de la predestinación y nuestra elección en Cristo es para las personas piadosas una fuente de una dulce, agradable e indecible tranquilidad, propia de aquellos que sienten en sí mismos el trabajo del espíritu de Cristo, mortificando las obras de la carne y a sus miembros terrenales, dirigiendo su mente hacia las cosas elevadas y celestiales, también porque fija en gran medida y confirma que su fe de la salvación eterna será disfrutada a través de Cristo y porque enciende fervientemente su amor hacia Dios: por todo ello, para las personas curiosas y carnales que carecen del espíritu de Cristo, tener continuamente ante sus ojos la condena de la predestinación de Dios, supone una caída peligrosa por la cual el diablo puede empujarlos bien hacia la desesperación o hacia la desdicha de los seres más inmundos, no menos peligroso que tal desesperación.
Además, debemos recibir las promesas de Dios en los siguientes términos, tal y como nos son explicadas generalmente en la Sagrada Escritura y en nuestros actos debemos seguir la voluntad de Dios, expresamente declarada en la Palabra de Dios.
Artículo XVIII: De la obtención de la salvación eterna sólo por el nombre de Cristo
También deben ser maldecidos los que presumen al decir, Que todo hombre debe ser salvado por la ley o secta que profese, de tal manera que debe ser diligente a la hora de estructurar su vida de acuerdo con dicha ley y la luz de la naturaleza. La SagradaEscritura nos muestra sólo el nombre de Jesucristo, por el cual los hombres han de ser salvados.
Artículo XIX: De la Iglesia
La Iglesia visible de Cristo es una congregación de hombres fieles, en la cual la Palabra pura de Dios se predica y en la que los sacramentos deben ser debidamente administrados según las ordenanzas de Cristo en todos aquellos aspectos que por necesidad son requisitos para ello.
De igual modo que la Iglesia de Jerusalén, Alejandría y Antioquía han errado, así también la Iglesia de Roma (Church of Rome), no sólo en su vida y procedimientos de celebración de ceremonias sino también en materia de fe.
Artículo XX: De la autoridad de la iglesia
La Iglesia tiene poder para decretar los ritos o ceremonias, así como autoridad en las controversias de la fe. Ysin embargo no es legítimo que la Iglesia ordene cualquier cosa contraria a la Palabra escrita de Dios, ni que expanda una parte de la Escritura que pueda resultar repugnante a otra. Por lo cual, aunque la Iglesia sea testigo y guardián de los textos sagrados y aunque no deba decretar nada en contra de éstos, tampoco éstos deberían hacer cumplir nada que se pueda creer como necesidad para la salvación.
Artículo XXI: De la autoridad de los concilios generales
Los concilios generales no deben convocarse sin el mandato y la voluntad de los príncipes. Y cuando lo hagan (en tanto constituyen una asamblea de individuos, en la que no todos son gobernados con el espíritu y la palabra de Dios) pueden errar y algunas veces han errado, incluso en cosas pertenecientes a Dios. Por lo tanto, cuestiones ordenadas por ellos como necesarias para la salvación no tienen ni fuerza ni autoridad a menos que se declare que proceden de la Sagrada Escritura.
Artículo XXII: Del purgatorio
La doctrina romana concerniente al purgatorio, al perdón, al culto y a la adoración junto con las imágenes y las reliquias, y también a la invocación de los Santos conforma una afición vanamente inventada, que no se basa en una garantía de las Escrituras sino que es más bien repugnante a la Palabra de Dios.
Artículo XXIII: Del ministerio en la congregación
No es legítimo para ningún hombre atribuirse el oficio de la predicación pública o del ministerio de los sacramentos en la congregación, antes de ser legítimamente llamado y enviado a ejecutar esto. Y a aquellos llamados y enviados, nosotros deberíamos juzgarlos legítimamente, a aquellos que son elegidos y llamados para este trabajo por parte de individuos que gozan de autoridad pública en la congregación para que llamen y envíen a su vez a los ministros de la viña del Señor.
Artículo XXIV: De hablar en la congregación en un lenguaje comprensible
Algo claramente repugnante a la Palabra de Dios y a la costumbre de la Iglesia primitiva es rezar públicamente en la Iglesia o administrar los sacramentos en un lenguaje incomprensible.
Artículo XXV: De los sacramentos
Los sacramentos ordenados por Cristo no son sólo insignias o muestras de la profesión de fe de los hombres cristianos, sino más bien testigos seguros y signos eficaces de la gracia y de la buena voluntad de Dios hacia nosotros, por medio de los cuales ƒl trabaja invisiblemente en nosotros y no sólo apresura sino que refuerza y confirma nuestra fe en ƒl.
Hay dos sacramentos que Cristo, nuestro Señor, ordenó en el Evangelio, es decir, el bautismo y la cena del Señor.
Los cinco comúnmente denominados sacramentos, es decir, la confirmación, el perdón, el sacerdocio, el matrimonio y la extremaunción, no deben considerarse sacramentos del Evangelio puesto que han surgido parcialmente del seguimiento corrupto de los apóstoles, y parcialmente son estados vitales permitidos en las Escrituras. Sin embargo, no poseen la naturaleza propia de los sacramentos como los del bautismo y la cena del Señor, dado que carecen de cualquier signo visible o ceremonia ordenada por Dios.
Cristo no ordenó los sacramentos para que fueran contemplados o llevados consigo sino para ser debidamente usados. Y en este sentido, tal y como son recibidos meritoriamente, tienen un efecto u operación saludable, pero aquellos que los reciben indignamente, se ganan la condenación, como dijo San Pablo.
Artículo XXVI: De la indignidad de los ministros, lo cual no afecta a la dignidad del sacramento
Aunque en la Iglesia visible el mal está siempre entremezclado con el bien, y algunas veces el mal goza de una autoridad destacada en la administración de la Palabra y de los sacramentos, sin embargo como los que los reparten no lo hacen en su nombre sino en el de Cristo y ejercen ministerio por medio del encargo y la autoridad de Cristo, podemos recurrir a su ministerio, tanto a la hora de escuchar la Palabra de Dios como de recibir los sacramentos. Ni el efecto de la ordenanza de Cristo desaparece por su maldad ni la gracia de los regalos de Dios disminuye en aquellos que por la fe y de modo verdadero reciben los sacramentos que les son administrados, los cuales son eficaces debido a la institución y promesa de Cristo, a pesar de ser administrados por hombres malvados.
No obstante, pertenece a la disciplina de la Iglesia investigar a estos ministros perversos y que sean acusados por aquellos que conocen sus ofensas para que cuando finalmente sean considerados culpables, sean depuestos por un juicio justo.
Artículo XXVII: Del bautismo
El bautismo no sólo es un signo de la profesión de fe y una marca de diferenciación, por la cual los individuos cristianos son distinguidos del resto que no han sido bautizados, sino que es también un signo de regeneración o nuevo nacimiento, por el cual, como por un instrumento, aquellos que reciben el bautismo son justamente introducidos en la Iglesia; las promesas del perdón del pecado, y de nuestra adopción como hijos de Dios por medio del Espíritu Santo son visiblemente firmadas y selladas; la fe es confirmada y la gracia aumentada por la virtud de la plegaria ante Dios. El bautismo de los niños pequeños debe en cualquier caso pertenecer a la Iglesia, hecho altamente concordante con la institución de Cristo.
Artículo XXVIII: De la cena del Señor
La cena del Señor no sólo es un signo del amor que los cristianos deben tener entre ellos mismos sino más bien un sacramento de nuestra redención gracias a la muerte de Cristo, hasta tal punto que para aquellos que con fe, justa y meritoriamente reciben dicha cena, el pan que partimos es una parte del cuerpo de Cristo, e igualmente la copa de la bendición es una parte de la sangre de Cristo.
La transubstanciación (o el cambio de la sustancia del pan y del vino) en la cena del Señor, no puede probarse por medio del texto sagrado, sino que es repugnante ante las claras palabras de la Escritura, echa por tierra la naturaleza del sacramento y ocasiona muchas supersticiones.
El cuerpo de Cristo se da, recibe y come en la cena, sólo de manera celeste y espiritual. Y el medio por el cual el cuerpo de Cristo se recibe y come en la cena es la fe.
El sacramento de la cena del Señor no fue reservado, llevado, elevado o adorado por ordenanza de Cristo.
Artículo XXIX: De los malvados que no comulgan el Cuerpo de Cristo según la cena del Señor
Los perversos, tales que están vacíos de una fe viva, aunque carnal y visiblemente presionan con sus dientes (como dijo San Agustín) el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo, de ningún modo comparten a Cristo, sino que más bien, para su propia condenación, comen y beben el signo o sacramento de algo tan maravilloso.
Artículo XXX: De ambas especies
La copa del Señor no debe negarse a los laicos, dado que ambas partes del sacramento del Señor, según la ordenanza y el mandato de Cristo, deben administrarse a todos los cristianos por igual.
Artículo XXXI: De la oblación de Cristo consumada en la cruz
El ofrecimiento hecho por Cristo es esa redención, propiciación y satisfacción perfectas a cambio de todos los pecados del mundo entero, tanto originales como reales, y no existe ninguna otra satisfacción para el pecado, salvo ésa sola. Por lo que los sacrificios de las misas, en las que comúnmente se dice que el sacerdote ofreció a Cristo por los vivos y los muertos para redimirles de la pena o de la culpa, fueron fábulas blasfemas y fraudes peligrosos.
Artículo XXXII: Del matrimonio de los sacerdotes
La ley de Dios no manda a los obispos, los sacerdotes y los diáconos ni reconocer el estado de una vida soltera ni abstenerse del matrimonio, por lo que es legítimo tanto para ellos como para el resto de los cristianos casarse según lo consideren, así como juzgar lo oportuno para servir mejor a la divinidad.
Artículo XXXIII: De cómo evitar a las personas excomulgadas
Aquella persona que por denuncia abierta de la Iglesia sea legítimamente excluida de la unidad de la Iglesia y excomulgada, debería ser considerada, de toda la multitud de los fieles, como pagana y publicana, hasta que se reconcilie claramente por medio del arrepentimiento y sea recibida en la Iglesia por un juez que tenga autoridad al respecto.
Artículo XXXIV: De las tradiciones de la Iglesia
No es necesario que las tradiciones y ceremonias sean en todos los lugares las mismas y exactamente idénticas, dado que en diferentes épocas han sido divergentes y pueden alterarse según la diversidad de países, tiempos, y costumbres de los hombres, para que nada sea ordenado en contra de la Palabra de Dios. Quienquiera que a través de su juicio privado, voluntaria y deliberadamente, rompa abiertamente con las tradiciones y ceremonias de la Iglesia, que no son repugnantes ante la Palabra de Dios, y que son ordenadas y aprobadas por la autoridad común, debería ser reprendido públicamente (para que otros teman hacer lo mismo), como persona que ha ofendido la orden vigente de la Iglesia, herido la autoridad del magistrado y dañado las conciencias de los hermanos débiles.
Cada Iglesia particular o nacional tiene autoridad para ordenar, cambiar, y abolir las ceremonias o ritos de la Iglesia mandados sólo por la autoridad humana, de modo que todo sea realizado para edificar.
Artículo XXXV: De las homilías
El segundo Libro de las homilías, cuyos títulos varios hemos incluido en este artículo, contiene una doctrina piadosa, beneficiosa, y necesaria para estos tiempos, como el anterior Libro de las homilías, que explicamos en la época de Eduardo VI y por lo tanto, consideramos que los ministros deben leerlos en las iglesias, diligente y claramente para que la gente los comprenda.
De los nombres de las homilías
Del uso correcto de la Iglesia.
En contra del peligro de idolatría.
De la reparación y limpieza de las iglesias.
De las buenas obras: primero del ayuno.
En contra de la glotonería y de la embriaguez.
En contra de los excesos en la indumentaria.
De la plegaria.
Del lugar y el tiempo de la plegaria.
Las plegarias y sacramentos comunes deberían administrarse en un lenguaje comprensible.
De la estimación reverente de la Palabra de Dios.
De la práctica de la limosna.
De la natividad de Cristo.
De la pasión de Cristo.
De la resurrección de Cristo.
Del recibimiento merecido del sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo.
De los dones del Espíritu Santo.
Por los días de las rogativas.
Del estado del matrimonio.
Del arrepentimiento.
En contra de la indolencia.
En contra de la rebelión.
Artículo XXXVI: De la consagración de los obispos y los ministros
El libro de la consagración de los arzobispos y los obispos, y del ordenamiento de los sacerdotes y los diáconos, recientemente explicado en la época de Eduardo VI y confirmado en el mismo tiempo por la autoridad del Parlamento, contiene todo lo necesario para tal consagración y ordenamiento y no incluye nada que en sí mismo sea supersticioso o irreverente. Y por lo tanto quienquiera que haya sido consagrado u ordenado según los ritos de ese libro, desde el segundo año del previamente mencionado rey Eduardo hasta este momento o que posteriormente sea consagrado u ordenado siguiendo los mismos ritos, decretamos que todos ellos sean justamente, ordenadamente, y legalmente consagrados u ordenados.
Artículo XXXVII: De los magistrados civiles
Su majestad la reina tiene el poder supremo en este reino de Inglaterra y en otros dominios suyos, a los cuales el gobierno supremo de todos los Estados de este reino, sean eclesiásticos o civiles, y en todas las causas pertenece y no es o debería estar sujeto a ninguna jurisdicción extranjera.
Donde atribuimos a su majestad la reina el gobierno supremo, por cuyos títulos entendemos que las mentes de algunas personas difamatorias pueden ser ofendidas, no concedemos a nuestros príncipes el ministerio, bien de la Palabra de Dios o de los sacramentos, de lo cual los mandatos recientemente planteados por Isabel, nuestra reina, testifican claramente. Pero sólo esa prerrogativa, que estimamos que Dios le ha dado siempre a todos los príncipes piadosos en las Sagradas Escrituras, es decir, que ellos deberían gobernar a todos los Estados y clases que Dios les ha encomendado, sean eclesiásticos o temporales y limitar con la espada civil a los obstinados y perversos.
El obispo de Roma no tiene jurisdicción en este reino de Inglaterra.
Las leyes del reino pueden castigar a los cristianos con la muerte, por las ofensas atroces y crueles.
Es legítimo para los cristianos, según el mandato del magistrado, portar armas, y servir en las guerras.
Artículo XXXVIII: De los bienes de los cristianos, que no son comunes
Las riquezas y bienes de los cristianos no son comunes, en lo concerniente al derecho, título y posesiones de los mismos, como ciertamente los anabaptistas se jactan falsamente. Sin embargo, cada hombre debería, de todo lo que posee, dar limosna liberalmente a los pobres, según su situación.
Artículo XXXIX: Del juramento de un cristiano
Así como confesamos que nuestro Señor Jesucristo ha prohibido jurar vana e imprudentemente a los cristianos y a su apóstol Santiago, juzgamos que la religión cristiana no prohíbe que un hombre pueda jurar cuando el magistrado lo requiera en una causa de fe y caridad, para que se realice según la enseñanza del profeta, en la justicia, en el juicio y en la verdad.
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